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viernes, 10 de octubre de 2014

10 de Octubre - San Francisco de Borja "El Santo Duque"



San Francisco de Borja “El santo duque”

Nombre: Francisco de Borja
Nacimiento: 28 de Octubre de 1510 (Gandía, Valencia)
Fallecimiento: 30 de septiembre de 1572, 62 años. 

Francisco de Borja era nieto del Papa Alejandro VI por parte del padre; nieto del rey Fernando de Aragón por parte de la madre, primo del emperador Carlos Quinto e hijo del Duque de Gandía.

En su familia se preocuparon porque el joven recibiera la mejor educación posible y fue enviado a la corte del emperador para que allí aprendiera el arte de gobernar. Esto le fue de gran utilidad para los cargos que tuvo que desempeñar más tarde. Siendo el primogénito de Juan de Borja, entró muy joven al servicio de la corte de España, como paje de la hermana de Carlos V, Catalina.

A los veinte años el emperador le dio el título de marqués. Contrajo matrimonio con Leonor de Castro, una joven de la corte del emperador y tuvo seis hijos. Su matrimonio duró 17 años y fue un modelo de armonía y de fidelidad.

A los 29 años de edad, después de la muerte de la emperatriz, que le hizo comprender la caducidad de los bienes terrenos, resolvió “no servir nunca más a un señor que pudiese morir” y se dedicó a una vida más perfecta. Pero el mismo año fue elegido virrey de Cataluña (1539-43), cargo que desempeñó a la altura de las circunstancias, pero sin descuidar la intensa vida espiritual a la que se había dedicado secretamente.

El emperador Carlos V lo nombró virrey de Cataluña (con capital Barcelona) región que estaba en gran desorden y con muchas pandillas de asaltantes. Francisco puso orden prontamente y demostró tener grandes cualidades para gobernar. Más tarde cuando sea Superior General de los jesuitas dirá: "El haber sido gobernador de Cataluña me fue muy útil porque allá aprendí a tomar decisiones importantes, a hacer de mediador entre los que se atacan, y a ver los asuntos desde los dos puntos de vista, el del que ataca y el del que es atacado".

La reina de España era especialmente hermosa, pero murió en plena juventud, y Francisco fue encargado de hacer llevar su cadáver hasta la ciudad donde iba a ser sepultada. Este viaje duró varios días, y al llegar al sitio de su destino, abrieron el ataúd para constatar que sí era ese el cadáver de la reina. Pero en aquel momento el rostro de la difunta apareció tan descompuesto y maloliente, por la putrefacción que Francisco se conmovió hasta el fondo de su alma, y se propuso firmemente: "Ya nunca más me dedicaré a servir a jefes que se me van a morir". En adelante se propone dedicarse a servir únicamente a Cristo Jesús que vive para siempre.

La gente empezó a notar que la vida y el comportamiento del virrey Francisco cambiaban de manera sorprendente. Ya no le interesaban las fiestas mundanas, sino los actos religiosos. Ya no iba a cacerías y a bailes, sino a visitar pobres y a charlar con religiosos y sacerdotes. Un obispo escribía de él en ese tiempo: "Don Francisco es modelo de gobernantes y un caballero admirable. Es un hombre verdaderamente humilde y sumamente bondadoso. Un hombre de Dios en todo el sentido de la palabra. Educa a sus hijos con un esmero extraordinario y se preocupa mucho por el bienestar de sus empleados. Nada le agrada tanto como la compañía de sacerdotes y religiosos". Algunos criticaban diciendo que un gobernador no debería ser tan piadoso, pero la mayor parte de las personas estaban muy contentas al verlo tan fervoroso y lleno de sus virtudes.

En 1546 murió su santa esposa, la señora Leonor. Desde entonces ya Francisco no pensó sino en hacerse religioso y sacerdote. Escribió a San Ignacio de Loyola pidiéndole que lo admitiera como jesuita. El santo le respondió que sí lo admitiría, pero que antes se dedicara a terminar la educación de sus hijos y que aprovechara este tiempo para asistir a la universidad y obtener el grado en teología. Así lo hizo puntualmente (San Ignacio le escribió recomendándole que no le contara a la gente semejante noticia tan inesperada, "porque el mundo no tiene orejas para oír tal estruendo").

En 1551, después de dejar a sus hijos en buenas posiciones y herederos de sus muchos bienes, fue ordenado como sacerdote, religioso jesuita. Esa fue "la noticia del año" y de la época, que el Duque de Gandía y gobernador de Barcelona lo dejaba todo, y se iba de religioso, y era ordenado sacerdote. El gentío que asistió a su primera misa fue tan extraordinario que tuvo que celebrarla en una plaza.

En 1554 fue nombrado por San Ignacio como superior de los jesuitas en España. Dicen que él fue propiamente el propagador de dicha comunidad en esas tierras. Con sus cualidades de mando organizó muy sabiamente a sus religiosos y empezó a enviar misioneros a América. El número de casas de su congregación creció admirablemente.

Lo primero que se propuso fue dominar su cuerpo por medio de fuertes sacrificios en el comer y beber y en el descanso. Era gordo y robusto y llegó a adelgazar de manera impresionante. Al final de su vida dirá que al principio de su vida religiosa y de su sacerdocio exageró demasiado sus mortificaciones y que llegaron a debilitar su salud.
Otro de sus grandes sacrificios consistió en dominar su orgullo. Los primeros años de su vida religiosa los superiores lo humillaron más de lo ordinario, para probar si en verdad tenía vocación. A él, que había sido Duque y gobernador, le asignaron en la comunidad el oficio de ayudante del cocinero, y su oficio consistía en acarrear el agua y la leña, en encender la estufa y barrer la cocina. Cuando se le partía algún plato o cometía algún error al servir en el comedor, tenía que pedir perdón públicamente de rodillas, delante de todos. Y jamás se le oyó una voz de queja o protesta. Sabía que si no dominaba su orgullo nunca llegaría a la santidad.
Una vez el médico le dijo al hacerle una curación dolorosa: "Lo que siento es que a su excelencia esto le va a doler". Y él respondió: "Lo que yo siento es que usted le diga excelencia a semejante pecador".

Cuando la gente lo aplaudía o hablaba muy bien de él, se estremecía de temor. Un día afirmaba: "Soy tan pecador, que el único sitio que me merezco es el infierno". A otro le decía: "Busqué un puesto propio para mí en la Biblia, y vi que el único que me atrevería a ocupar sería a los pies de Judas el traidor. Pero no lo pude ocupar, porque allí estaba Jesús lavándole los pies". Así de humildes son los santos.

Al morir San Ignacio lo reemplazó el Padre Laínez. Y al morir éste, los jesuitas nombraron como Superior General a San Francisco de Borja. Durante los siete años que ocupó este altísimo cargo se dedicó con tan grande actividad a su oficio, que ha sido llamado por algunos, "el segundo fundador de los jesuitas". Por todas partes aparecieron casas y obras de su comunidad, y mandó misioneros a los más diversos países del mundo. El Papa y los Cardenales lo querían muchísimo y sentían por él una gran admiración. Organizó muy sabiamente los noviciados para sus religiosos y con su experiencia de gobernante dio a la Compañía de Jesús una organización admirable.

El Sumo Pontífice envió un embajador a España y Portugal a arreglar asuntos muy difíciles y mandó a San Francisco que lo acompañara. La embajada fue un fracaso, pero por todas partes las gentes lo aclamaron como "el santo Duque" y sus sermones producían muchas conversiones. Al volver a Roma se sintió muy debilitado. Se había esforzado casi en exceso por cumplir sus deberes y se había desgastado totalmente.

Se destacó por su gran devoción a la Eucaristía y a la Santísima Virgen. Incluso dos días antes de morir, ya gravemente enfermo, quiso visitar el santuario mariano de Loreto.
Fue un organizador infatigable (a él se le debe la fundación del primer colegio jesuita en Europa, en su tierra natal de Gandía, y de otros veinte en España), y siempre encontró tiempo para dedicarse a la redacción de tratados de vida espiritual.

Les cerró las puertas a los honores y a los títulos mundanos, pero se le abrieron las de las dignidades eclesiásticas. En efecto, casi inmediatamente Carlos V lo propuso como cardenal, pero Francisco renunció y para que la renuncia fuera inapelable hizo los votos simples de los profesos de la Compañía de Jesús, uno de los cuales prohíbe precisamente la aceptación de cualquier dignidad eclesiástica. A pesar de esto, no pudo evitar las tareas cada vez más importantes que se le confiaban en la Compañía de Jesús, siendo elegido prepósito general en 1566, cargo que ocupó hasta la muerte, acaecida en Roma el 30 de septiembre de 1572 cuando entregó su alma al Creador.

Uno de los que trataron con él exclamó al saber la noticia de su muerte: "Este fue uno de los hombres más buenos, más amables y más notables que han pisado nuestro pobre mundo".
Fue beatificado en 1624 y canonizado en 1671, uno de los primeros grandes apóstoles de la Compañía de Jesús. 

Oración:
Señor: que como tu amigo Francisco de Borja sepamos dominar el cuerpo y el orgullo
y dedicarnos con todas nuestras fuerzas y cualidades a obtener
que las gentes te amen más y te sirvan mejor. Amén.

Fuente:



Oración del duque de Gandía cuando hizo profesión

Fecha: 1 de febrero de 1548. - Texto en Vázquez, Historia de la vida del P. Francisco de Borja, lib. I, cap. 33. ARSI, Vitae 80, folios 91v-93v. - Las obras, núm. 9.
El texto de esta oración lo conocernos por el P. Dio­nisio Vázquez, que lo insertó en la Vida del santo (l. I, cap. XXXIII) con el título que aquí le damos. Este ti­tulo nos indica el tiempo en que fue compuesta la ora­ción, es decir el día en que Borja hizo su profesión, que fue el 1 de febrero de 1548.

Señor mío y todo mi refugio, ¿qué hallaste en mí para mirarme? ¿Qué vistes en mí para quererme en la Compañía de los vuestros? Porque, si conviene que ellos sean animosos, yo soy cobarde; si han de ser menospreciadores del mundo, yo estoy rodeado de sus respetos; si han de ser perseguidores de sí mismos, en mí hay mucho amor propio. Pues ¿qué hallaste en mí? ¿Hallaste, por ventura, que fui más animoso para contradecir vuestros mandamientos? ¿O que los menosprecié más que los otros? ¿O que aborrecí más vuestras cosas por querer más las mías? Si esto, Señor, buscáis, hallado lo habéis; si tras esto andáis, recaudo tenéis. Domine ecce adsum mitie me.[1] ¡Oh piélago de inmensa sapiencia! ¡Oh grandeza de infinita potencia! ¡Cómo buscáis lo más flaco para mostrar en ello las riquezas de vuestra fortaleza! Con razón os alabarán los ángeles con admiración y este pecador con confusión, viendo que sobre fundamentos tan flacos queréis levantar vuestros edificios. ¡Oh alma mía!, considera esto con atención, porque si te dicen que esto te dan por satisfacción de tus pecados, no menos te debes ma­ravillar porque ahora eres captiva, entonces serás libre; ahora posees poco y con dolor, después lo poseerás todo y con gozo; al fin, sales de la vida activa, desabrida, y entras en la dulce contemplativa. ¡Oh, Señor, qué cambios son los vuestros y qué cosa es tratar con Vos, y cómo es cosa de ver la satisfacción que queréis del pecador! Verdaderamente, Señor, vos sois el que fingís trabajo en lo que mandáis,[2] pues en lugar de penitencia regaláis, y por la abstinencia dais hartura. Pues si esto se ordena por satisfacción de los pasos que anduviste por mí, y para que imitando vuestra pobreza y obediencia os siga, de esto, Señor, me espanto mucho más; porque Vos, Señor, saliste de vuestra casa y heredad, y yo salgo de la ajena; Vos saliste del Padre sin dejarle para venir al mundo, y a mí hacéis me dejar el mundo para llevarme al Padre; Vos saliste para la pena, y yo salgo de ella. ¡Ay, Señor, qué salida la vuestra y qué salida la mía! Vos para ser preso y yo para escapar de las prisiones; Vos para la amargura y yo para el gozo; Vos para la tribulación y yo para la quietud. ¡Oh Señor! ¿Vos sois el Dios de las venganzas? Y ¿qué venganza es ésta? Cierto. Vos sois el Dios de las misericordias, pues tomaste la venganza en Vos por no tomarla ahora en mí y por regalarme en lugar de castigarme.

Pues ¿qué diré, Señor, a esta vuestra caridad? ¿Con qué responderé a vuestro amor? Fáltame el entendi­miento para entender y la lengua para decir; porque si algunos sintiendo de vuestra bondad os alaban, porque perdonaras a Judas si pidiera perdón, y si con razón se os deben por ello infinitas alabanzas, ¿cuántas os debo yo, pues siento y veo que, siendo otro Judas, no sólo me perdonáis, más aún me llamáis, como si ninguna traición hubiese hecho en vuestra casa? Volveré a hablar a mi Dios, aunque sea polvo y ceniza.[3] Señor, ¿qué hallaste en mí? ¿Qué hallaste? Bendito seáis Vos para siempre, apiadaos de mí, toda mi esperanza; pues tenemos estos vuestros tesoros en vasos de tierra,[4] para que esto no venga a ser para mayor condenación mía; conozca la tierra su miseria; conozca el flaco su flaqueza, y dadme a entender cuan poco merece el vaso tener en sí tal licor, habiendo tan mal conservado el que hasta aquí habéis infundido en él. Pues, no soy yo sino disipador de vuestros bienes, téngame yo por otro Judas, pues soy otro traidor; confúndame yo con mis hermanos, pues he vendido a su Maestro por menos precio que Judas; tema de comer con ellos, pues comiendo vuestro pan me levanté contra Vos; tema de tratar su hacienda, pues tan mal recado he puesto en la vuestra; confúndase mi desobediencia, con la obediencia que vuestras criaturas os tienen. Y si aun ésta es pequeña confusión para con ellas y para los que moran en la tierra ¿cuál será la que debo tener con los que gozan en el cielo? ¿Cuánto debo confundirme en la presencia de los ángeles, habiendo dejado el estandarte de mi Rey de gloria? Y ¿con qué abatimiento debo pedir merced a vuestra bendita Madre, habiendo crucificado a su bendito Hijo en mí mismo? Pues delante vuestro acatamiento ¿qué dirá el gusano podrido y miserable, que no sabe sino apartarse de Vos? ¡Oh Señor! Alumbrad ya mi ceguedad, para que conociéndome os conozca, confundiéndome os alabe, humillándome os ensalce, y muriendo todo en mí viva yo todo a Vos. Y pues me sacáis por vuestra voluntad del estado de los ricos, de los cuales dijiste, que con dificultad se salvarían los que en él estuviesen,[5] hacedme merecedor por vuestro santo nombre, de lo que prometéis a los pobres, diciéndoles: Ciertamente que los que dejaste por mí todas las cosas y me seguiste, cuando en la regeneración se sentare el Hijo del hombre en el trono de la majestad, vosotros os sentaréis sobre las doce sillas a juzgar las tribus de Israel.[6]

[1] Cf. Is 6, 8.
[2] Sal 93, 20.
[3] Gen 18, 27.
[4] 2 Cor 4, 7.
[5] Mt 19, 23.
[6] Mt 19, 27.
Fuente:


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